En su última gambeta, la más invisible, acaso muda y desesperada, el Loco decidió irse y, por primera vez, se ubicó del otro lado de la raya de cal.
El Loco, como el Castelli que relata Andrés Rivera, fue protagonista exclusivo y excluyente de una Revolución. Y, como a Castelli, un cáncer de lengua, implacable, le marcó el final.
El Loco, también éste, era un revolucionario.
Un innovador sin límites de las gambetas, los quiebres de cintura, la magia, las indisciplinas apasionantes que dejaban al descubierto los mitos alienantes del fútbol.
El Loco Houseman (1953-2018) fue uno de los más grandes wines que recordemos. Como Corbatta, como Garrincha. Todos ellos asediados por un final parecido. Ese que conjuga dificultosamente la admiración eterna con la moralina doméstica de los prolijos adustos que nunca, nunca, reconocerán a un revolucionario.
Nos quedamos con su decisivo aporte en el Huracán del 73, con su extraordinario gol a Italia, de definición inexplicable, contrafísica. Y con su festejo alocado en el Mundial del 78. Se fue el Loco Houseman. La Revolución, también en el fútbol, especialmente en el fútbol, es un sueño eterno.
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